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domingo, 25 de septiembre de 2011

The best damn thing.

...para así poder ver ahora en tu mirada que darías tu vida entera por poder tenerme una noche más entre tus brazos

Hacía casi tres horas que dejó atrás la estación, pero las palabras del misterioso hombre del tren todavía martilleaban su cabeza como si se encontrase allí mismo, susurrándole al oído aquella curiosa advertencia.
Abandonada a la deriva por las oscuras calles de los suburbios de Barcelona, había dado rienda suelta a sus pensamientos y por primera vez desde que comenzó su huída, sintió miedo. Las dudas que un día dejaron de torturarla habían pasado de nuevo a ocupar el lugar de la desmesurada frialdad que la envolvía, pero como de costumbre, obvió sus inquietudes.
De lejos pudo apreciar el cartel de un bar, por lo que de nuevo fría como un témpano de hielo se dirigió hacia él, valorando otros factores quizá más cotidianos como dónde pasaría aquella noche
-Un vodka con redbull, por favor
Nadie habría imaginado que aquella atractiva muchacha contaba con menos de dieciocho años. Quizá su metro ochenta, su peinado Chelsea y todos los piercings que lucía daban una impresión errónea de su, todavía, adolescencia.
Se sentó en la barra sabiéndose centro de atención de todo el local. Estaba acostumbrada a sentir sobre su nuca aquellas miradas de rechazo, de curiosidad e incluso de reprobación, por lo que con total naturalidad abrió su desgastada mochila y tomó el último cigarrillo. El camarero trató de comenzar un reproche con el que Alessia ya contaba, pero le bastó con mirarlo a los ojos para silenciar su voz. La inseguridad y el miedo que aquella chica transmitía lo hicieron temblar, y sin atreverse si quiera a mirarla de nuevo, siguió con su trabajo.
Acabó su cigarrillo y se dirigió a la puerta sin pagar. Sabía que de ese modo al joven responsable del bar le hacía un favor: habría preferido pagar él mismo antes que volverla a mirar a la cara.
Se colgó del hombro la mochila vacía, y comprobó que la tarjeta de crédito seguía en su lugar. La suma de dinero a la que daba acceso era inconcebible, pero prefería no pensar en ello ni en el modo en que la había conseguido: nadie que no necesitara tratamiento estaría orgulloso de algo como aquello.
Cruzó la calle, y a partir de ese momento solo recuerda oscuridad. No había oído una sola voz que no fuera la suya desde entonces, ni había visto un solo rayo de sol. Y de aquel día han pasado ya veinte años.





Se despidieron con un abrazo que significaba tal vez más de lo que ambos estarían dispuestos a reconocer, y sin mediar palabra alguna, sin si quiera mirar atrás, se alejaron a sabiendas de que podía ser la última vez que sus caminos se cruzaban