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jueves, 27 de septiembre de 2012

Me hacen daño los minutos de esta espera.


Pocos minutos después de que las campanas de una iglesia cercana dieran las cuatro de la madrugada, me dejé caer en un banco que una higuera resguardaba del inhóspito frío de aquella húmeda noche del mes de febrero. Tras deambular durante horas con la sonrisa de aquella mujer grabada en la memoria, la falta de sueño y el hambre dieron un brusco fin a mi vagar sin sentido, obligándome a ver en aquel parque un idóneo lugar para descansar, quizás para siempre. Días atrás, recordar la última vez que mi vida tuvo un atisbo de rumbo común me producía arcadas e incluso cierta repulsión hacia mi persona, y mi tozudez solo me permitió dudar sobre aquel modo de vida cuando me creía a las puertas de la muerte. Es por todo ello y otros hechos de escasa relevancia en el asunto que nos concierne, que me niego a recordar el lugar donde estos días acontecieron, que prefiero mantener oculta toda identidad e identificar aquella ciudad y época con la que quien me lea prefiera evocar.
No podría decir si mi delirio se extendió durante minutos u horas, y mucho menos hablar acerca de la temática de mis enfurecidos sollozos y ruegos. Tampoco recuerdo si sentía frío, o la rigidez del hierro del banco, ni si quiera si alguien trató de ayudarme, o si lo ahuyenté a base de gritos y amenazas.

2.
Una mañana cualquiera, pasado el medio día (o eso indicaba el reloj que creí ver en algún lugar del cuarto) amanecí en una cama desconocida, pero dolorosamente cómoda, con la sensación de haber despertado de un profundo letargo. Antes de hacerme con las fuerzas necesarias para abrir los ojos, sentí algo similar a un taladro en la sien. No sé si grité, de todos modos no habría conseguido oírme.
El dolor me hizo perder el sentido, y entre las idas y venidas de mi consciencia, presencié una escena que se confundía con un angustioso sueño: un hombre de ojos saltones que vestía una bata blanca hablaba en susurros a una joven muchacha sentada al pie de mi cama, mientras deambulaba por la habitación. Ambos me miraban cada tanto: ella, expectante; él, con extrañeza.