No sé muy bien qué motivo me ha llevado a escribir estas
líneas, y dudo que algún día llegue a verlas acabadas. Puede que con ellas
intente hacer justicia y deshacerme de la obligación de plasmar en un papel, antes
de que mi memoria me lo impida, la historia del milagro que tuve ocasión de
contemplar. Una maravilla que tenía rostro y voz, cuyo recuerdo me acompaña hace
ya más de treinta años.
Lo sobrenatural del personaje que quiero reflejar en este escrito
no era su apariencia, ni los escasos logros que acumulaba por aquella temprana
época; no lo era tampoco la perplejidad o el desorden que creaba a su
alrededor: sin lugar a dudas, lo era su extravagancia, su singularidad y,
sobretodo, la sofocante carencia de cualquier defecto común en nuestra especie.
Nunca podría afirmar que fuese perfecta bajo todas las miradas, pero si algo
tengo claro sobre ella, es que era capaz de romper cualquier esquema.
Arrogante hasta la saciedad, y más por idealismo que por
convicción, recuerdo la sonrisa socarrona que me dedicaba cuando trataba de
argumentar en su contra. Aparentemente, era casi imposible hacerla cambiar de
opinión acerca de cualquier tema, y no por falta de interés o amplitud de miras
por su parte: nunca conocí a nadie que fuese capaz de no dudar bajo su mirada
burlesca, o de conseguir enlazar las palabras después de haber escuchado su
opinión
Era una combinación de adjetivos totalmente opuesta, pero
que hacía ensamblar sus características como piezas de un complejo puzle.