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viernes, 22 de junio de 2012

Puede que me asuste no tener nada que decir.

1.
Esta mañana, cuando desperté, el sabor de su frescura todavía me rondaba, y en el intervalo de tiempo en que aún no era capaz de distinguir si lo acontecido era un sueño o la cruda realidad, me invadió la certeza de que mis días se acaban. Ante la ausencia de otros motivos, he aceptado, más que llegar a ella, la conclusión de que mi existencia no tiene otra razón de ser que la de narrar esta historia, y no se me ocurre otra forma mejor con la que comenzar que por el que ahora entiendo que fue el primer día de mi vida, o al menos, de la parte que quiero recordar.
La vi por primera vez sola y ebria, sentada tras la barra de un bar de tres al cuarto perdido entre las calles de los suburbios de mi ciudad. Varios hombres la rondaban, pero ella, impasible, mantenía fija su mirada acuosa en el vaso que sostenía entre sus manos. No me atreví a acercarme, a pesar de que algo me decía que quizás era ella la única persona que podría encontrar por aquellos días tan sola y abandonada como yo, y en cambio preferí conformarme con mi papel de testigo sin nombre sentado a un extremo de la barra.
Intenté obviar cualquier suceso acontecido a mi alrededor, y, fingiendo indiferencia, me refugié en tratar de pensar que aquel momento no me pertenecía, obviando a mi instinto y condenándome una vez más, mientras asía con fuerza el bolígrafo con el que llevaba horas luchando.
Hacía ya meses que ni el hambre ni el cansancio eran capaces de sacar a la luz aquel don que algunos prometieron adivinar mí, y aunque el reloj dejaba correr las horas y los días, yo era consciente por entero de que aquel fluir había tocado fondo. Nunca tuve talento, y aunque a menudo me dejase llevar por mi vanidad, era lo suficientemente inteligente como para darme cuenta de que mi final quedaba cada vez más cercano. Perecería entre hojas repletas de tachones, solo, mientras velaba hasta mi último suspiro una esperanza que me tiranizó durante mi corta y desperdiciada vida.
Dispuesto a que el próximo desvanecimiento que me alcanzase fuese el último, y que quizás lo hiciese incluso antes de lograr llegar a la puerta, me hice con el valor para levantarme y tratar de caminar, huyendo de aquel antro que olía a podredumbre y a recuerdos mal curados. A cada minuto que pasaba, sentía la desazón abriéndose hueco en mí, haciéndome desear a cada instante salir corriendo, tal vez escapando de mí mismo.  
Al ponerme en pie, creyendo estar viendo un espejismo o encontrarme al borde de la muerte, distinguí entre la humareda del local aquel firme movimiento de cuello, y hasta que no pasaron varios segundos no fui capaz de asimilar que era yo lo que su mirada buscaba. Pude apreciar cómo sacudía la cabeza, y me dedicaba una fugaz sonrisa torcida que al instante volvió a sumergir entre sus hombros. Antes de que lo hiciera, yo ya había comenzado a dudar si aquellos segundos habían sido producto de mi imaginación.
Con una decisión sin precedentes y creyéndome blanco de su mirada, alcancé la salida sin saber muy bien a dónde ir. ‘Hasta donde seas capaz de llegar’, me recordé.

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