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martes, 10 de abril de 2012

Untouchable.

Dejé caer mi pregunta con un desinterés mal disimulado a la vez que evitaba el contacto visual con mi acompañante, quizás por miedo a que entreviese el objeto de mi cuestión. Extrañada ante la ausencia de respuesta trascurridos unos segundos, de una risotada socarrona siquiera, levanté la vista de la taza para encontrarme con una sonrisa torcida que recordaría todavía décadas después. Era un esbozo de desconcierto, y el tiempo me demostró que quizá incluso de fragilidad.
Pasó largo rato sin hablar, y con desagrado pude comprender que sus palabras no iban a llegar. No por falta de recursos omitió su respuesta, sino por el desequilibrio que mi avasallador pensamiento había causado en sus esquemas. Aunque tarde, logré entender que en el fondo, la admiración que sentía por ese joven muchacho no era más que puro asombro. Puede que lo que más me doliese comprender años después es que ese sueño que durante tanto tiempo mantuve no era más que el reflejo de todos los errores que aún no había tenido tiempo de cometer.
Me enamoré del tiempo, de la frialdad y exactitud de su trazo, y no del objeto de sus caprichos. Y todavía, no he conseguido olvidarlo, sin saber siquiera como nadie puede ver en un fragmento de piedra algo que no quede eclipsado por la calculadora mano del escultor que aprende a desvelar sus misterios más recónditos.





Tras un largo rato de silencio abandonamos la mesa, olvidando los cafés casi apenas empezados, y sin volver a mentar el tema nos perdimos por los lugares más oscuros de Madrid. No es necesario conocer para amar, y aunque ahora razonamientos me sobran, en el fondo sé que aquel día, él se llevó consigo parte de mí. Quizás porque aún albergo la esperanza de volverlo a encontrar es por lo que su lugar nunca pudo ser ocupado.

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