Lo encontré sentado al sol, con anorak y bufanda en pleno
agosto, y quieto como una estatua.
Nunca creí que pudiese acostumbrarme a esos fortuitos
encuentros. Siempre de improviso, cuando ya casi había olvidado su existencia,
lo encontraba de sopetón, en una situación tan absurda como pudiese imaginar. Para
indicar al lector la magnitud del asunto, puedo decir que la última vez lo
había encontrado disfrazado de oso hormiguero, dormido sobre un libro de
acupuntura mientras que los bibliotecarios trataban de echarlo de la sala en la
que yo solía estudiar al salir de clase.
Pero volviendo a lo que nos concierne, ahí estaba él. Con la
mirada perdida y un gesto relajado, casi sepulcral, chasqueando la lengua a un
ritmo mecánico, sin reparar en mi presencia, o sin demostrarme que lo había
hecho. Dudé si continuar mi camino como si nada, pero creí mejor dedicarle unos
minutos a mi extraño amigo. Para ser completamente sincero, he de reconocer que
lo hice con cierto aire de sorna, esperando disfrutar durante un rato de su más
que dudosa cordura.
-‘Buenos días.’
No obtuve respuesta.
A menudo me preguntaba la edad de aquella criatura con
cuerpo de anciano y mirada infantil, pero no imaginé cuál podía ser el momento
propicio para formular aquella cuestión. Me comprenderán si les digo que cuando
traté de conocer cualquier dato en relación con su existencia en la Tierra,
recibí respuestas tales como ‘pelar saltos de buitre’ o ‘donde los arbustos
planean’
Un puñado de pastillas cayó en mi regazo. Estupefacto, vi
como, con gestos exagerados, el anciano me instaba a ingerirlas mientras me
miraba fijamente a los ojos, sin pestañear. Una sensación de déjà-vu se adueñó
de mí, y arrojé las pastillas tan lejos como pude.
Y todo volvió a la normalidad. Pasamos los siguientes
veinticinco minutos sentados, no sabría decir si alguno de los dos habló.
Cuando estos pasaron, ambos nos levantamos del banco, tomando cada uno rumbos
distintos, pero definidos.
Imaginen.