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lunes, 15 de octubre de 2012

La paciencia me ofende.


Lo encontré sentado al sol, con anorak y bufanda en pleno agosto, y quieto como una estatua.
Nunca creí que pudiese acostumbrarme a esos fortuitos encuentros. Siempre de improviso, cuando ya casi había olvidado su existencia, lo encontraba de sopetón, en una situación tan absurda como pudiese imaginar. Para indicar al lector la magnitud del asunto, puedo decir que la última vez lo había encontrado disfrazado de oso hormiguero, dormido sobre un libro de acupuntura mientras que los bibliotecarios trataban de echarlo de la sala en la que yo solía estudiar al salir de clase.
Pero volviendo a lo que nos concierne, ahí estaba él. Con la mirada perdida y un gesto relajado, casi sepulcral, chasqueando la lengua a un ritmo mecánico, sin reparar en mi presencia, o sin demostrarme que lo había hecho. Dudé si continuar mi camino como si nada, pero creí mejor dedicarle unos minutos a mi extraño amigo. Para ser completamente sincero, he de reconocer que lo hice con cierto aire de sorna, esperando disfrutar durante un rato de su más que dudosa cordura.
-‘Buenos días.’
No obtuve respuesta.
A menudo me preguntaba la edad de aquella criatura con cuerpo de anciano y mirada infantil, pero no imaginé cuál podía ser el momento propicio para formular aquella cuestión. Me comprenderán si les digo que cuando traté de conocer cualquier dato en relación con su existencia en la Tierra, recibí respuestas tales como ‘pelar saltos de buitre’ o ‘donde los arbustos planean’
Un puñado de pastillas cayó en mi regazo. Estupefacto, vi como, con gestos exagerados, el anciano me instaba a ingerirlas mientras me miraba fijamente a los ojos, sin pestañear. Una sensación de déjà-vu se adueñó de mí, y arrojé las pastillas tan lejos como pude.
Y todo volvió a la normalidad. Pasamos los siguientes veinticinco minutos sentados, no sabría decir si alguno de los dos habló. Cuando estos pasaron, ambos nos levantamos del banco, tomando cada uno rumbos distintos, pero definidos.



Imaginen.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Me hacen daño los minutos de esta espera.


Pocos minutos después de que las campanas de una iglesia cercana dieran las cuatro de la madrugada, me dejé caer en un banco que una higuera resguardaba del inhóspito frío de aquella húmeda noche del mes de febrero. Tras deambular durante horas con la sonrisa de aquella mujer grabada en la memoria, la falta de sueño y el hambre dieron un brusco fin a mi vagar sin sentido, obligándome a ver en aquel parque un idóneo lugar para descansar, quizás para siempre. Días atrás, recordar la última vez que mi vida tuvo un atisbo de rumbo común me producía arcadas e incluso cierta repulsión hacia mi persona, y mi tozudez solo me permitió dudar sobre aquel modo de vida cuando me creía a las puertas de la muerte. Es por todo ello y otros hechos de escasa relevancia en el asunto que nos concierne, que me niego a recordar el lugar donde estos días acontecieron, que prefiero mantener oculta toda identidad e identificar aquella ciudad y época con la que quien me lea prefiera evocar.
No podría decir si mi delirio se extendió durante minutos u horas, y mucho menos hablar acerca de la temática de mis enfurecidos sollozos y ruegos. Tampoco recuerdo si sentía frío, o la rigidez del hierro del banco, ni si quiera si alguien trató de ayudarme, o si lo ahuyenté a base de gritos y amenazas.

2.
Una mañana cualquiera, pasado el medio día (o eso indicaba el reloj que creí ver en algún lugar del cuarto) amanecí en una cama desconocida, pero dolorosamente cómoda, con la sensación de haber despertado de un profundo letargo. Antes de hacerme con las fuerzas necesarias para abrir los ojos, sentí algo similar a un taladro en la sien. No sé si grité, de todos modos no habría conseguido oírme.
El dolor me hizo perder el sentido, y entre las idas y venidas de mi consciencia, presencié una escena que se confundía con un angustioso sueño: un hombre de ojos saltones que vestía una bata blanca hablaba en susurros a una joven muchacha sentada al pie de mi cama, mientras deambulaba por la habitación. Ambos me miraban cada tanto: ella, expectante; él, con extrañeza.

viernes, 22 de junio de 2012

Puede que me asuste no tener nada que decir.

1.
Esta mañana, cuando desperté, el sabor de su frescura todavía me rondaba, y en el intervalo de tiempo en que aún no era capaz de distinguir si lo acontecido era un sueño o la cruda realidad, me invadió la certeza de que mis días se acaban. Ante la ausencia de otros motivos, he aceptado, más que llegar a ella, la conclusión de que mi existencia no tiene otra razón de ser que la de narrar esta historia, y no se me ocurre otra forma mejor con la que comenzar que por el que ahora entiendo que fue el primer día de mi vida, o al menos, de la parte que quiero recordar.
La vi por primera vez sola y ebria, sentada tras la barra de un bar de tres al cuarto perdido entre las calles de los suburbios de mi ciudad. Varios hombres la rondaban, pero ella, impasible, mantenía fija su mirada acuosa en el vaso que sostenía entre sus manos. No me atreví a acercarme, a pesar de que algo me decía que quizás era ella la única persona que podría encontrar por aquellos días tan sola y abandonada como yo, y en cambio preferí conformarme con mi papel de testigo sin nombre sentado a un extremo de la barra.
Intenté obviar cualquier suceso acontecido a mi alrededor, y, fingiendo indiferencia, me refugié en tratar de pensar que aquel momento no me pertenecía, obviando a mi instinto y condenándome una vez más, mientras asía con fuerza el bolígrafo con el que llevaba horas luchando.
Hacía ya meses que ni el hambre ni el cansancio eran capaces de sacar a la luz aquel don que algunos prometieron adivinar mí, y aunque el reloj dejaba correr las horas y los días, yo era consciente por entero de que aquel fluir había tocado fondo. Nunca tuve talento, y aunque a menudo me dejase llevar por mi vanidad, era lo suficientemente inteligente como para darme cuenta de que mi final quedaba cada vez más cercano. Perecería entre hojas repletas de tachones, solo, mientras velaba hasta mi último suspiro una esperanza que me tiranizó durante mi corta y desperdiciada vida.
Dispuesto a que el próximo desvanecimiento que me alcanzase fuese el último, y que quizás lo hiciese incluso antes de lograr llegar a la puerta, me hice con el valor para levantarme y tratar de caminar, huyendo de aquel antro que olía a podredumbre y a recuerdos mal curados. A cada minuto que pasaba, sentía la desazón abriéndose hueco en mí, haciéndome desear a cada instante salir corriendo, tal vez escapando de mí mismo.  
Al ponerme en pie, creyendo estar viendo un espejismo o encontrarme al borde de la muerte, distinguí entre la humareda del local aquel firme movimiento de cuello, y hasta que no pasaron varios segundos no fui capaz de asimilar que era yo lo que su mirada buscaba. Pude apreciar cómo sacudía la cabeza, y me dedicaba una fugaz sonrisa torcida que al instante volvió a sumergir entre sus hombros. Antes de que lo hiciera, yo ya había comenzado a dudar si aquellos segundos habían sido producto de mi imaginación.
Con una decisión sin precedentes y creyéndome blanco de su mirada, alcancé la salida sin saber muy bien a dónde ir. ‘Hasta donde seas capaz de llegar’, me recordé.

sábado, 19 de mayo de 2012

Later

Podría decir que no recuerdo sus gestos, ni sus formas. Tampoco su manera de reír, ni su sentido del humor. Podría fingir que he olvidado el modo en que hablaba cuando estaba nerviosa, y la dulzura de sus manos, incluso que apenas recuerdo su tacto y su olor. Podría acompañar mis palabras con una sonrisa sincera, y hablar del rumbo que tomó mi vida más tarde sin que tú apreciaras en mi expresión un solo ápice de falsedad. Pero, ¿sabes? mentirte sería mentirme, y mentirse a uno mismo es ya una vieja e infructuosa forma de intentar ocultar nuestro orgullo herido.
No sé muy bien qué motivo me ha llevado a escribir estas líneas, y dudo que algún día llegue a verlas acabadas. Puede que con ellas intente hacer justicia y deshacerme de la obligación de plasmar en un papel, antes de que mi memoria me lo impida, la historia del milagro que tuve ocasión de contemplar. Una maravilla que tenía rostro y voz, cuyo recuerdo me acompaña hace ya más de treinta años.
Lo sobrenatural del personaje que quiero reflejar en este escrito no era su apariencia, ni los escasos logros que acumulaba por aquella temprana época; no lo era tampoco la perplejidad o el desorden que creaba a su alrededor: sin lugar a dudas, lo era su extravagancia, su singularidad y, sobretodo, la sofocante carencia de cualquier defecto común en nuestra especie. Nunca podría afirmar que fuese perfecta bajo todas las miradas, pero si algo tengo claro sobre ella, es que era capaz de romper cualquier esquema.
Arrogante hasta la saciedad, y más por idealismo que por convicción, recuerdo la sonrisa socarrona que me dedicaba cuando trataba de argumentar en su contra. Aparentemente, era casi imposible hacerla cambiar de opinión acerca de cualquier tema, y no por falta de interés o amplitud de miras por su parte: nunca conocí a nadie que fuese capaz de no dudar bajo su mirada burlesca, o de conseguir enlazar las palabras después de haber escuchado su opinión
Era una combinación de adjetivos totalmente opuesta, pero que hacía ensamblar sus características como piezas de un complejo puzle. 

martes, 10 de abril de 2012

Untouchable.

Dejé caer mi pregunta con un desinterés mal disimulado a la vez que evitaba el contacto visual con mi acompañante, quizás por miedo a que entreviese el objeto de mi cuestión. Extrañada ante la ausencia de respuesta trascurridos unos segundos, de una risotada socarrona siquiera, levanté la vista de la taza para encontrarme con una sonrisa torcida que recordaría todavía décadas después. Era un esbozo de desconcierto, y el tiempo me demostró que quizá incluso de fragilidad.
Pasó largo rato sin hablar, y con desagrado pude comprender que sus palabras no iban a llegar. No por falta de recursos omitió su respuesta, sino por el desequilibrio que mi avasallador pensamiento había causado en sus esquemas. Aunque tarde, logré entender que en el fondo, la admiración que sentía por ese joven muchacho no era más que puro asombro. Puede que lo que más me doliese comprender años después es que ese sueño que durante tanto tiempo mantuve no era más que el reflejo de todos los errores que aún no había tenido tiempo de cometer.
Me enamoré del tiempo, de la frialdad y exactitud de su trazo, y no del objeto de sus caprichos. Y todavía, no he conseguido olvidarlo, sin saber siquiera como nadie puede ver en un fragmento de piedra algo que no quede eclipsado por la calculadora mano del escultor que aprende a desvelar sus misterios más recónditos.





Tras un largo rato de silencio abandonamos la mesa, olvidando los cafés casi apenas empezados, y sin volver a mentar el tema nos perdimos por los lugares más oscuros de Madrid. No es necesario conocer para amar, y aunque ahora razonamientos me sobran, en el fondo sé que aquel día, él se llevó consigo parte de mí. Quizás porque aún albergo la esperanza de volverlo a encontrar es por lo que su lugar nunca pudo ser ocupado.

domingo, 8 de abril de 2012

El tiempo será quien decida

Corrían todavía los años en que me obsequiaba con su profunda mirada día y noche, cuando aún me sorprendía de que antes del final de la jornada, siempre apareciera un nombre nuevo que añadir a la lista de personas cuya vida ella había cambiado sin quererlo. En decenas de ocasiones tuve la oportunidad de dejarme deslumbrar por los rostros de los intrépidos que se atrevieron a tratar de averiguar qué se escondía detrás de esos profundos ojos oscuros que, tanto tiempo después, me persiguen cada noche. En la memoria de aquellos gestos de taladradora impresión y de los días que muchos pasaron sin dormir me baso cuando la duda de quienes creen que perdí el juicio penetra en mi pensamiento.
Todavía no estoy seguro de si era su falta de humanidad el motivo de su indudable capacidad para impresionar a cualquiera, el carecer de esos defectos que nos atan cual abejas de un panal. En realidad no me importa reconocer que vivo anclado al pasado si mis esposas las forman el recuerdo de sus palabras, que aun llevándome al borde de la locura, me hacen entender que quizás solo merece la pena vivir por recordar cada sílaba que calculaba aquella mente infinita.
‘-¿Qué estás mirando? A veces creo que no me escuchas cuando te hablo.’



''La lástima es que estés tan loca''

miércoles, 14 de marzo de 2012

Cree en ti, duda del resto.

Quizás era por su capacidad para ver a cada persona o situación como un caso único y especial por lo que nunca logró aprender de sus errores. Tampoco debieron de ser muy numerosos o importantes, porque después de tanto tiempo, no recuerdo haberla visto llorar jamás.
Mil veces, cuando he tratado de borrarla de mi memoria, han vuelto a mí imágenes que harían temblar de emoción al más fiero de los guerreros. Podría destacar sin dudar un segundo la sonrisa desafiante que se dibujaba en su rostro cada vez que algo no marchaba bien. Supongo que era aquella otra de las innumerables cualidades por la que siempre la admiré: sabía que era fuerte, y no le suponía problema alguno derribar cualquier minucia que se entrometiera en su camino. Recuerdo también uno de aquellos días en los que solos, dedicábamos la noche entera a vaciar alguna que otra botella de tequila en mi salón, sin prisa. Ebria, me dijo que ella no había podido venir al mundo con el simple cometido de ser una persona cualquiera: tenía que ser grande, decía, y sin que la voz le temblara afirmaba que aquello era una tarea fácil para ella. ‘Pan comido’, dijo, para más tarde reír a carcajadas tumbada sobre el sofá.



Sin tiempo para pensar, vio con claridad a la vida pisándole los talones, y comenzó a correr sin saber a dónde. Supone, que hasta donde sea capaz de llegar.