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viernes, 25 de noviembre de 2011

Poner de acuerdo al ángel y al diablo sobre mis hombros.

Dentro de aquel armario sentía la muerte demasiado próxima, tan cercana que hubiera podido susurrarle al oído cuanto hubiese deseado. La rondaba entre sollozo y sollozo, mientras ella se sentía desfallecer. Le faltaba el aire, y el vacío de su estómago no ayudaba en la ardua tarea de sobrevivir un instante más y ocultar el llanto a un tiempo.
Habría entregado gustosamente su alma al diablo antes que cumplir aquel tortuoso castigo, una pena que le había sido impuesta como pago a un pecado que ni el mismo Satán habría sido capaz de cometer. La injusticia del mundo se estaba cebando con ella, y la impotencia corrompía su interior al no poder más que asentir y obedecer a aquella voz que la acechaba, ayudándola a su vez a superar los obstáculos que, sin ningún reparo, ese cruel ente superior le imponía.
De pronto, la sensación de que el fin estaba cerca se apoderó de su ser, y no pudo más que sonreír cuando una embriagadora paz se hizo dueña de su alma. Comprobó que había logrado superar la prueba, y un ligero sentimiento de orgullo afloró en la poca consciencia con la que aún contaba. Aquella tortuosa voz se tornó dulce, y su último pensamiento antes de acompañarla hacia la eternidad fue dedicado a la mujer que se encontraba leyendo en la habitación contigua:
-Lo conseguí, mamá, lo conseguí. No puedo creerlo, ¡no vas a morir! Lo he logrado, mamá, lo he logrado. Te voy a echar de menos.



Qué sabio es el olvido, que te permitió alejarte de mi lado cuando ningún otro fue capaz.

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